A ese saco echaremos el polvo de los huesos y los gritos más desalmados, en las alforjas solo caben leña y tinta y fuera de ellas, aun en la espalda, solo hilo y la guitarra de siempre, para burlar el frío y para que no se nos olvide cantar cuando el camino se haga largo.
De a pocos, cuando cantas, vas desprendiendo los tendones a mi espalda, desnudando las cuencas donde tejeras de caricias un par de alas bravas, hasta que toda la carne se deshaga y de mí se haga al espectro preciso, y mi asta en tu sonrisa sea perenne alzada como el nombre de un fantasma, que sea yo la voz que no tropieza y el paso firme que se aferra, el escudo que no cede, el peregrino que no cansa. Que sea el patriarca más rebelde y el más infantil de los amanuenses.
Que los gritos que alzaba en mi niñez, le ruego a los silfos de la noche, vuelvan a la vida del reino de los muertos, que andantinos erran entre los distantes astros, para llevarnos lejos, para empujar las velas, encantar los maderos, soplar las hojas, cubrir tu piel en las noches y enseñarle a un alma nueva las maravillas del mundo, sin miedos ni perversiones, porque él, amor mío, él sabrá más que nosotros y él, querida mía, alma toda de la mía, aprenderá a volar antes que gatear y aullará a la par que clama aferrado de tu pecho la esperada llamada, tan sutil, tan serenada: Mamá.
Tinta y leña de las alforjas serán vaciadas, y con ellas nuestros días no serán flagelantes ni sus horas esclavizadas, tendremos siete mil momentos para mantener encendida la hoguera y la vida para derramar la tinta e ir por nueva; los relojes, mi pequeña curiosa, serán tan solo enseres vanidosos, colgados como alhajas a las paredes para que bailen y arrullen cuando sus engranes más viscerales se sientan necesitados de expresión. Todo esto, Niña de siempre, es un sueño y una promesa tambien.